martes, 28 de agosto de 2007

Crónicas del inframundo

De nada han servido la luz del Mediterráneo, el aire soriano y el mar de Ferrolterra; las excursiones por el lado más brillante de la existencia han sido inútiles. Las tinieblas envuelven al Barón, como un pulpo a su presa.

Primero fueron las moscas. Se colaron en Palacio camufladas en una bolsa de patatas autóctonas, y comenzaron a proliferar. Hoy por la mañana, el Barón presentó batalla y sembró su vivienda de gas mortífero. Al mediodía el recuento de cadáveres fue nulo, pero sólo un par de pequeños ejemplares pudieron ser identificados vivos, y rápidamente fueron exterminados.

Pero Satanás se tenía guardada su mejor baza para hoy. A media mañana, una pequeña rata infecta deambulaba en el despacho del Barón. Su mirada no era desafiante, como el juez reencarnado de Stoker, pero su aspecto era igual de inmundo. Se escondió durante unas horas, para, finalmente, ser acorralada en el cuarto de baño, atrapada bajo una escoba y vapuleada hasta la muerte.

Un par de horas más tarde, el diablo volvió a aparecer, vestido de rata, de nuevo. Esta vez bastó un escobazo para reventarle la cabeza y esparcir sus sesos por la baldosa.

El mal no da tregua, pero el Barón persiste en mantenerse firme en el lado luminoso. Es más, cree que todo esto es una señal del destino, porque ayer le fue comunicada la grata noticia de que a su gran amigo, el Duque de Saint-Ouen (que, por cierto, acaba de reestrenar blog), le van a publicar su recién finalizada novela Musofobia.

Arriesgándome a ser recriminado por él, reproduzco el comienzo de la misma: "No es mi imaginación: hay un ratón en la casa". Prometedor. El Barón le desea la mejor de las suertes. Mientras tanto, él velará por la salvación de la humanidad (o de una parte de ella).

domingo, 19 de agosto de 2007

Las nuevas ánimas

"El monte de las ánimas" es una famosa leyenda de Bécquer que el Barón leyó hace unos cuantos años, envuelto en sábanas protectoras y temores de colegial. De ella sólo recordaba un pañuelo manchado de sangre.

Hace dos días, hospedándose el Barón en el Parador de Soria, y siguiendo su ingenua costumbre de acompañar sus viajes, cortos o largos, de lecturas relacionadas con el lugar visitado, releyó el relato antes de dormir. Revivió así las mismas sensaciones que entonces, pero con el añadido de hallarse justo enfrente del escenario en que Bécquer situó su leyenda: la colina que, del otro lado del Duero, se eleva sobre la ballesta machadiana, cubierta de una suave vegetación de matorral y coronada por los riscos calizos típicos de la zona.

El relato, para quien no lo recuerde o no lo haya leído, ambienta en dicho monte una fantasmal batalla, entre los espíritus de los templarios y los nobles de la ciudad, que se reproducía, cada Día de Difuntos, desde que había tenido lugar, en la Edad Media.

Habiendo apagado la luz, el Barón se irguió sobre la cama y se dirigió a la terraza, lentamente. Allí, enfrente, al otro lado del río, se erigía el Monte de las Ánimas, apenas recortado por una luna exigua. Y allí estaban las ánimas, en la cima, concentradas en una luz roja, en lo más alto de una torre de metal.

Pequeño romance del Barón y el Río

De entre todos los indicios

de la vida y su mudanza,

de cuanto ancla la memoria

al pasado si lo alcanza,

no es el invierno en Santiago,

que a su cita, sin tardanza,

acudirá puntual,

siempre igual. Ni la bonanza

estival, que allí no es si no

de las nubes y el sol danza.

Ni los cursos sucedidos,

ni la periódica holganza,

ni las fechas señaladas,

de tristeza o alabanza.

Es mi reunión anual,

con el rumor del Arlanza,

lo que da plena conciencia,

del tiempo, más la confianza

en volver dentro de un año,

es decir: me da esperanza.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Donuts y ambigüedad

El final de Este libro te salvará la vida, de A. M. Homes, es un canto hiperbólico al mundo transmoderno. El Barón no lo revelará por si algún invitado o invitada se animara a leerlo.
Baste decir que la impresión que queda tras su lectura es la de que todos los elementos que aparecen tienen el mismo valor: los protagonistas son personas (algunas de ellas famosas: hasta aparece Bob Dylan), pero son también las casas (la mansión de Richard en Los Angeles, el chalet de Malibú) y los coches, los dos elementos clave de la cultura del éxito. El dinero de Richard hace que todo (casas, coches, famosos) esté a su alcance, y así es como su realidad se vuelve plana, carente de la profundidad que proporciona el esfuerzo de la conquista. Homes no lo dice, pero probablemente esta falta de profundidad es la que hace que un gran dolor se extienda por el cuerpo de Richard (así es como arranca el libro), y la que obliga a evacuar su mansión por una falla que crece y crece en el jardín.

Desorientado por su nueva situación, Richard se refugia en un pequeño bar de carretera, especializado en donuts (los hay de todo tipo, glaseados, de chocolate, rellenos...). Los donuts aparecen de repente y se convierten en el protagonista principal del libro. Representan, a juicio del Barón, la bajada a la tierra del millonario Richard, pero no una bajada compasiva (como si descubriese la sencillez de la vida cotidiana frente a los excesos del lujo), sino ácida e irónica (de su dieta rica en fibra Richard pasa a alimentarse, periódicamente, de donuts: el alimento de los pobres obesos yanquis). Homes hace aparecer ese descubrimiento como un milagro que ha salvado la vida de Richard (de ahí el título del libro), encarnado en Anhill, el dueño del establecimiento.

La metáfora que cierra la historia (no siga a partir de este momento quien quiera leer la novela) es desasosegante: Richard promoverá, acompañado de otros personajes, un establecimiento especializado en donuts y en comida dietética. Un ejemplo de la ambigüedad que atraviesa nuestro mundo tardocapitalista.