viernes, 27 de junio de 2008

¿Adiós a la furia?

¿Será la exhibición de la selección de Cretinia ante Rusia el síntoma de que algo está cambiando de forma irreversible en este reino? ¿Estaremos asistiendo a los estertores de un modo de ver el fútbol y la vida que nos ligaba con los más bajos instintos del ser humano? ¿Estaremos reaprendiendo (no olvidemos que una vez lo intentaron nuestros abuelos) a vivir en equipo, a ser solidarios, a disfrutar de la vida sin joder al prójimo y a sentirnos partícipes de la emoción estética? ¿Habremos desterrado los esencialismos patrios? ¿Llegará la gente a sentirse mejor representada por ese crisol de etnias y nacionalidades en que se ha convertido la selección (sólo falta algún galego, por culpa de los equipos de aquí, pero hay dos gitanos y un inmigrante)? ¿Acabará triunfando el modelo deportivo, estético y social que encarna la Masía sobre la garra y la furia de los ancestros?
El Barón lo duda bastante, pero, al margen de la desconfianza y temor que suscita toda esta euforia que le rodea, lo que es innegable es que a quien disfrute del fútbol le tiene que gustar cómo ha acabado jugando este equipo. Se parece mucho a otros que han dejado huella en los últimos quince años, pero basta que lo retome un Benítez, u otro Clemente cualquiera, para que volvamos al pasado.
Una última pregunta: ¿por qué se alegra Rajoy?

viernes, 20 de junio de 2008

Y Sciacca (16 de junio de 2008)

Es en lugares como éste (Pupi tardó en decirlo bien, pero al final lo consiguió: Xacca), poco conocidos, donde se pueden encontrar identidades menos difusas que en los "lugares de interés" (como dicen en las guías), donde el dinero del turismo las disuelve con más facilidad.
En Sciacca, los protagonistas de la historia siguen siendo sus habitantes; los turistas seguimos siendo personajes secundarios. El ritmo de la vida lo marcan las costumbres: los pescadores que salen a faenar, los chavales formando pandillas y correteando, los viejos sentados en las aceras, viendo pasar el desfile interminable de coches (en eso no es diferente al resto de las ciudades sicilianas), y hastalas familias saliendo en bloque a cenar sus pizzas.
Sciacca tiene algún monumento más o menos vistoso: iglesias, palacios, un balneario... También tiene algunas leyendas curiosas (San Calogero, patrón de la ciudad; la Isola Ferdinandea, que por sí sola daría para una novela). Pero, sobre todo, tiene el encanto que proporcionan los matices de la vida cotidiana en plena efervescencia (salvo a la hora de la siesta).


Ahora, asomados al balcón, asistimos al momento sublime en que la luna, casi llena, extiende su reflejo sobre un Mediterráneo cuyo rumor, gracias al cálido viento sur (que mañana nos envolverá con fuerza), llega hasta nosotros con nitidez, igual que el motor de los barcos que, como ayer, desfilan con humildad frente al Capo San Marco, como han hecho siempre.

Agrigento (15 de junio de 2008)

Al sur de Agrigento se encuentra Porto Empedocle. Cuando entramos en la ciudad, un cartel nos lo anuncia: Porto Empedocle. Hasta aquí, todo normal. Lo curioso es que, bajo el nombre de la ciudad, hay otro nombre entre paréntesis: (Vigàta). No conocemos ningún caso en que la señal oficial de un núcleo de población, con su topónimo también oficial, recoja además su nombre ficticio, que sólo es producto de la imaginación de un escritor que suele situar aquí, en su ciudad natal, sus novelas. Sólo por esto, Montalbano ya parece más real. Puede que, andando el tiempo, la ciudad acabe cambiando realmente de nombre.
Montelusa (perdón, Agrigento) se encuentra un poco más al norte, hacia el interior. La visita es rápida, sólo para comprobar que, tras su horripilante máscara de bloques de edificios cincuenteros, aún conserva algo de espíritu.
Pero lo que nos ha traído aquí (aparte de una nueva visita a Scala dei Turchi) es el llamado Valle de los Templos: entre el telón de fondo del urbanismo funcionalista y el Mediterráneo. Lo primero que llama la atención es que el supuesto valle es, en realidad, una colina, una dorsal. El valle está entre la colina y la ciudad, y ahí es donde se sitúa la vieja ciudad grecorromana, que parece un tablero de ajedrez. ¿Por qué, entonces, llaman "valle" a una colina? ¿Es más expresivo? ¿Más poético? ¿Más evocador? ¿No suena bien "colina de los templos"?
La colina se extiende de oeste a este, bajando suavemente su altura. Toda ella está jalonada de templos, unos más reconstruidos que otros. La visita acompaña el declinar del sol: el atardecer embellece los materiales. Podemos imaginar cómo debió ser el gigantesco templo de Zeus gracias a la maqueta que se encuentra en el museo (que adivinen los invitados del Barón dónde se ha tomado la foto), rodeada de miles de piezas de todo tipo. Efecto perturbador.

Una vez más nos preguntamos: ¿no son esos horribles bloques que amenazan tragarse la colina, o el valle, el continuose del empezose de los griegos, como diría Mafalda?

PS: para los galegocompetentes, un cartel que promete (por si alguna vez se pasan por Agrigento):

Caltabellota duerme la siesta (14 de junio de 2008)

Y el Barón subió a lo más alto cuando todos, hasta los gatos en las entradas de las casas, hasta las hojas de los árboles, dormitaban, y desde allí su mirada giró sobre sí misma en redondo, y sintió un vértigo repentino, la extrañeza y embriaguez de una sustancia alucinógena caducada.

miércoles, 18 de junio de 2008

Al final, Segesta (13 de junio de 2008)

Muchos kilómetros este día. Y la desilusión de perder dos entradas para un estreno operístico en el Teatro Massimo por culpa de un incendio en la autopista (algún día alguien debería estudiar la extraña relación de los sicilianos con el fuego). La verbena del Santo Crocifisso en las calles de Palermo no nos resarce del disgusto.
Por la mañana, un largo camino hasta Trapani y sus dos calles palaciegas (centro histórico) y su catedral. Y un salto de mil metros en funicular hasta Érice, un pueblo medieval convertido en parque temático (como tantos otros por Europa adelante, pero muy distinto al resto de Sicilia) con unas vistas espectaculares de la isla cuando las nubes no lo cubren.Y en esto llegó Segesta, ciudad rival de Selinunte, situada en lo alto de un promontorio y con un dominio visual sobre los valles que lo flanquean. El templo se encuentra apartado de la ciudad, en un lugar más bajo, tocado por el misterio ( se lo apropian periódicamente algunos grupos de fanáticos de las energías telúricas y bla bla bla).
Nos empieza a llamar la atención un fenómeno: todos estos templos, como casi todos, se orientan hacia el este, hacia el nacimiento del sol, pero han acabado convertidos en centros de un nuevo culto: el de la individualidad del turista que busca sensaciones estéticas, tanto más evocadoras cuando más se acerca el ocaso. Se han convertido en lugares de un culto crepuscular.

Scala dei Turchi (12 de junio de 2008)

Como todas las playas que merecen la pena, Scala dei Turchi se resiste a ser hollada por el visitante. Tiene que ser abordada primero por un lado (por esa misma roca blanca y pulida que le da nombre), luego por el otro, hasta rendirse al bañista inofensivo.
Una vez allí, apenas cuatro personas más no son impedimento para disfrutar de un momento delicioso. Cuatro colores: el blanco del acantilado, el dorado de la arena, el azul verdoso del agua y el celeste, y los cuerpos desnudos en el agua, que se torna transparente cuando se acerca a la orilla.
El esqueleto varado de una barca (no es la de la foto), frente a un coche de juguete, enterrado en la arena, nos recuerdan la fugacidad del tiempo, y la importancia de vivir con intensidad momentos como éste.

Selinunte (11 de junio de 2008)

De lo que fue la ciudad original sólo quedan restos dispersos, pero el escenario no debe haber cambiado mucho. En una colina, rodeados de olivos y vides, frente al profundo azul del Mediterrráneo, los colonos griegos debían sentirse como en su patria. Más que nada por ese aire familiar del ambiente.
Aquí se percibe de cerca algo que muchas veces se intuía en las clases de arte: la armonía entre los monumentos griegos y el paisaje, a pesar del contraste entre las rectilíneas obsesivas de los griegos (hasta corregían las formas para que pareciesen más rectas de lo que son) y las curvas de la naturaleza. Aun así, los templos griegos parecen nacer de la tierra como las plantas.
Quizás todo se deba a que nuestra propia mirada, nuestra manera de concebir el espacio, es una herencia de la forma en que ellos construían y ordenaban ese espacio. Sus monumentos nos parecen bellos e integrados en el entorno porque ellos supieron desgajar esa cosa llamada Razón de ese mundo exterior que es la Naturaleza, de modo que ahora lo que nosotros apreciamos como entorno no es sino un mundo construido y pensado a nuestra medida. ¿Es culpa de ellos?

Catania (8 de junio de 2008)

Catania es un lugar tan extraño y curioso como el resto de la isla, pero a su manera.
Todo por culpa del Etna y sus periódicos accesos de furia telúrica. En un momento dado, hará unos tres siglos, un mar de lava la sepultó. Para completar la tragedia, un terremoto aniquiló, poco después, a un tercio de la población.
Aprovechando el momento, el gobierno de entonces (erpañol), decidió construir una ciudad nueva, partiendo desde cero, siguiendo un patrón ilustrado: la rectilínea se apoderó de la trama urbana y hoy en día hay calles de las que no se distingue el final. Una de estas calles es la Via Etnea. Es la arteria principal: nace junto a la Catedral y apunta directamente al cráter del volcán. En su parte final, se eleva siguiendo su ladera. Una auténtica provocación.
Resulta chocante que una ciudad con un aspecto tan racional y ordenado albergue un mundo tan caótico. Parece una impostura, como si hubiesen desalojado a sus europeos y verdaderos habitantes y los hubiesen sustituido por unos seres autónomos y mediterráneos.
Se percibe una relación de amor-odio entre la ciudad y la montaña (a muntagna). La amenaza siempre está presente, pero las tierras que rodean al Etna son fértiles, y muchas de las piedras con que se ha edificado la ciudad son negras de lava, lo que le da un aire arlequinado. Ahora, además, proliferan los turistas que vienen hasta aquí por causa del Etna. Este sinvivir junto a la guarida de Polifemo debe ser la causa del carácter adusto de las cataneses, aún más marcado que el de los restantes sicilianos.
Tiene un algo, Catania, que la sitúa a medio camino entre la realidad y el ensueño; un aire de irrealidad, como la Iglesia de San Nicolò, con su fachada a medio terminar, su cúpula rodeada de andamios, su campanario que parece un bloque de apartamentos, sus muros sin adornos ni ventanas... O el teatro grecorromano, con sus plásticos y sus piscinas pobladas de algas y peces de colores.

viernes, 6 de junio de 2008

Teatro Massimo (5-6-2008, tarde)

Ya sabemos a qué se parece Palermo. Las montanhas son las gradas desde donde se asiste al espectàculo, la tramoya (desde donde se mueven los hilos de la Historia) es el azul Mediterràneo, y la escena es la propia ciudad. Toda Sicilia, dicen, està llena de teatros griegos y romanos; parece que esta ciudad ha mantenido ciertas formas que la asemejan a ellos.
En la escena se amontonan todos los elementos decorativos que han formado parte de las representaciones que aquì se vienen sucediendo desde vete a saber cuàndo. Da la impresiòn de que cada companhìa que aquì ha venido a representar su obra (y han sido muchas: àrabes, normandos, franceses, espanoles...) ha dejado olvidados sobre el escenario todos los objetos que formaron parte del show.
Paseando por estas calles parece que nadie tiene interès por recoger ningun tipo de resto ni desperdicio, ni de borrar ninguna huella, y que esa costumbre se mantiene en la actualidad.
Aun se conservan los carteles de la ultima contienda electoral, y no serà hasta la pròxima que seràn ocultados por nuevos rostros, igual de falsos y artificiosos (casi todos, se salva la candidata de Refondazione Comunista).
Hay una violencia latente en todo esto: es creìble que, de cuando en cuando, esta gente se transforme, y algunos se conviertan en una especie de monstruos (como los recièn instalados en el Quirinale), que acaban enfrentàndose entre sì, como las jambas de la Porta Nuova, sobrehumanas y nada apolìneas. Nos estàn avisando de lo que nos espera aquì dentro.
Y dentro acontece el drama, que alcanza su màxima expresiòn cuando se representa a sì mismo, cuando la ciudad asume su condiciòn dramaturgica, y se exhibe, impudicamente, al receptivo turista, al espectador de Coppola, al lector de Camilleri...
En la escalinata del Teatro Massimo rememoramos a un Michael Corleone que se ha quedado sin aullido, traspasado por el dolor, vencido por el destino, representaciòn de la representaciòn, òpera tras la òpera, el drama enroscado sobre sì mismo para dar fe de la violencia que aquì germina en la tierra, como un caleidoscopio de fragmentos rotos de la historia que componen, ahora, una curiosa figura, hasta que alguien lo gire y todo se recomponga otra vez, y asì para siempre.

Palermo (5-6-2008; manhana)

Esta manhana se escucha algo asì como un muecìn pregonando, pero debe ser alguna melodìa siciliana sonando en alguna radio de alguna casa de alguna calle de por aquì.
A estas horas, tras desayunar en la azotea del hotel, la ciudad sigue siendo un misterio, apenas desvelada por una nocturna excursiòn a la pizzerìa Bellini. Hubiese sido tranquila de no ser por una cena de fin de curso en la que el coro juvenil reclama i regali y il discorso constantemente, sobre todo hacia el final.
Pero la primera impresiòn diurna es confusa: desde la azotea hay una buena panoràmica de la ciudad. Rodeada de montanhas agrestes (guinho a quien ya sabe), Palermo se desparrama en el fondo del valle, abigarrada y caòtica. No es posible decir a què se parece, tampoco es fàcil identificar ninguna calle, ninguna hendidura entre la masa parda, de la que emergen, aisladamente, ciertas torres y cupulas, algunas gruas y un permanente repique de campanas. Una de ellas toca a muerto.

martes, 3 de junio de 2008

La madriguera

A mis abuelos, Herminio y Concha

Cuando la mujer se detuvo al borde del camino y le identificó, H. levantó la vista hacia la luna, comprobó cómo el alfanje plateado tajaba las nubes sin sangre y pensó que su fantasma había vuelto, y que aquél iba a ser su último paseo.

La palmera, junto al umbral de la Casa Grande, al otro lado del camino, seguía en su sitio, enhiesta y anterior a su recuerdo, desafiante por proyectarse sin miedo hacia un futuro que entonces, en aquel preciso instante, a H. le pareció tan breve y cruel como la alegría de los pobres.

Antes, sólo las aves dejaban sentir su presencia en las noches de invierno, cuando todo el valle era una lápida negra iluminada con timidez. H. recordaba bien el momento en que todo se truncó y las bestias comenzaron a colmar de pánico las sombras. Fue entonces cuando organizó todo, besó a C., y al hijo que albergaban sus entrañas, dejó que su fantasma huyera a América libremente y su vigoroso cuerpo fue sepultado en vida para escapar de la muerte.

Las alimañas se habían aplacado ahora, tantos meses después, pero no tanto como para no ensañarse con un prófugo. Nunca llegó a ver paseos, ni cadáveres en las cunetas, ni el terror en un rostro amigo, pero conocía su existencia. Pensó entonces en todos aquellos compañeros de aventura que habrían caído desde su espectral huida, cazados en su confianza, como conejos troquelados en una jaula de fieras. Pero no lo hizo como solía, como un recuerdo que acompañara las horas infinitas de entierro y soledad como si fuesen duendes con los que hablar bajo tierra para preguntarles qué es lo que había pasado qué estaba ocurriendo sobre la tierra qué tuerca había saltado para convertir la normal existencia diaria los proyectos y la ilusión de un futuro libre en una supervivencia infernal sin salida posible. Lo hizo para saber cómo era aquél lugar al que ahora sabía que se dirigía.

Los ojos de la mujer le contemplaban desde el camino. Ojos tristes de mirar de cerca el dolor. Ojos que conocían la desgracia. Ojos que reconocieron al maestro de escuela, al redentor de almas perdidas, al fantasma que había huido a América.

Entonces pensó también en aquel hijo suyo al que sólo una vez había podido estrechar entre sus brazos temblorosos, flácidos por la inactividad, temerosos de no poder volver a abrazar a su niño, que crecía al otro lado de la montaña, mecido por la brisa de la ría y ajeno a la suerte que corría su padre. Pensó que no volvería a verlo, a pellizcar sus muslos y mofletes, a besarlo y acariciarlo, y se recordó a sí mismo correteando por los caminos con su hermano buscando nidos y cogiendo moras mientras las vacas pacían en los prados junto al río recordó el calor de los zuecos en las mañanas de invierno la madera empapada de rocío y de agua de lluvia el verdor espléndido de la hierba fresca al amanecer la cálida orina en las manos y el vapor emanando de sus cuerpos la libertad de los infantes.

Mientras aquellos ojos le escrutaban desde el borde del camino, C. dormiría como acostumbraba hacerlo desde hacía meses, con el corazón agitado por la inquietud y el sueño estrangulado por el miedo. También pensó en ella, en la dureza de la vida que le esperaba, en su soledad de madre viuda, sólo confortado por saberla muy capaz de culminar con éxito la tarea, al otro lado de la montaña.

H. recordó también los días de mercado, cuando acompañaba a su madre hasta allí, hasta el otro lado, saliendo de noche y regresando de noche, atravesando aquella montaña, que no era muy alta, pero qué larga se hacía la caminata, cargando con los huevos, las carnes, las verduras para venderlos en la ciudad, y eran viajes eternos como eterna era ahora la distancia que le separaba de C.

Una nube asombró la escena por un instante. Cuando reapareció la luna, H. viajó hasta la noche en que él y su hermano E. vieron la aurora boreal. Regresaban de un paseo por el monte hasta el pueblo en el que estaba la escuela. E. ya trabajaba. H. preparaba con él sus oposiciones. Aún no había llegado su momento más deseado; él aún no era maestro. Tampoco había llegado la República. Pero aquel resplandor en el cielo era una señal más clara que una vía láctea: era un futuro de esplendor, el camino hacia una vida nueva alejada de la miseria y del sufrimiento, hacia el amor a la vida, una celebración de color en el firmamento una indicación de redención para aquel rincón olvidado de la tierra un anuncio que nunca más se volvió a repetir porque a la luz que sobrevino años después a la efímera claridad que iluminó sus vidas por cinco años sucedió el gran trueno de la guerra y una oscuridad que, entonces no lo sabía, duraría cuarenta años. Nunca más podría contemplar auroras boreales en el cielo.

Y los ojos de la mujer parecían adivinar el miedo a las tinieblas en los ojos del fantasma, escrutando el fondo de su alma, excavando en ella con la mirada, y su mano querría representar algún gesto compasivo, pero una fuerza superior se lo impedía.

Esa misma fuerza es la que gobernaba sus vidas desde hacía más de un año, la fuerza del miedo, pero H. no renegaba de nada, clamaba a gritos silenciosos su inocencia, rememoraba desde su agujero su condición de víctima y querría no haber sido ningún héroe, pues sabía que sólo había cumplido con la obligación de todo maestro, cultivar a sus alumnos. En aquella escuela había niños que no tenían nada; él le facilitaba el material escolar. Día tras día, H. evaluaba con paciencia sus progresos, y encomendaba a los mayores la tutela de los más pequeños, para que todos aprendieran de todos, unos a leer y a escribir, otros a ser responsables y solidarios. Nadie quedaría rezagado en aquella escuela, aunque tarde o temprano la mayoría abandonaría el aula para ingresar de forma definitiva en la exigente vida de los adultos pobres. Al menos, saldrían de allí con recursos que nunca hubiesen soñado poseer: su dignidad como personas, su autoestima como pueblo sojuzgado.

Aquellos años breves habían sido un sueño en vida, un gran proyecto de liberación para una gente condenada a abandonar su hogar en busca de cualquier cosa distinta a su existencia cotidiana. Por eso H. no podía arrepentirse, y había terminado uniendo su destino individual, su vocación de maestro, al destino de aquel proyecto colectivo, en aquellos años de aprendizaje social y promesas de prosperidad.

Todo parecía ahora lejano: la esperanza de una derrota momentánea se iba esfumando con el paso de los meses se iba transformando en la certeza de un futuro sombrío impregnado de pasado del aroma del incienso y del hedor a cuartel del eco de las homilías de la amargura y la aspereza de la bruta realidad. Del regreso de todo aquello cuyo final había celebrado casi simultáneamente a su recién adquirida condición de maestro.

Mientras la mujer seguía al borde del camino, contemplándole como si fuese un espectro embadurnado en recuerdos, pensó en la jovialidad infatigable de T., que le condujo suavemente hacia los nuevos valores que, entonces pensaban, iban a desterrar del país, para siempre, el estigma de la resignación. Imaginó cómo habría vivido T. el aciago día en que despertaron del sueño. Él estaría allí, como lo había conocido seis años antes, acodado en la mesa del bar y ojeando El Socialista, leyendo en voz alta todas aquellas noticias que parecían provenir de otro mundo pero eran de éste. Allí mismo, donde había ejercido por primera vez la profesión a la que pensaba que iba a dedicar su vida, pensó que había llegado en el momento justo y al lugar apropiado. Quizás, si no hubiese conocido a T., nunca habría sabido que sus pasos ya no le pertenecían, que su trayectoria estaría ya unida para siempre a la de la República. Si no hubiese conocido a T., puede que ahora no tuviese que esconderse en un agujero, y mañana podría partir para la escuela como un día normal, como una jornada cualquiera, pero no se podía imaginar a sí mismo relegado de aquel proceso que parecía imparable. No podría entenderse a sí mismo. No sabría cómo transformar su afable método en un manual disciplinario. Y, sin embargo, sabía que era posible, porque C., a pesar de todo, aun habiendo sido sometida a examen y temporalmente suspendida, había logrado mantenerse a salvo de las fieras sin renunciar a su dignidad como maestra.

Pero para él ya era demasiado tarde: su nombre figuraba en una lista de la que tardaría treinta y siete años en ser borrado, aunque en este momento preciso, en el que una mujer le contemplaba desde el borde del camino, sólo le preocupaba sobrevivir; aunque la vida, de ahora en adelante, conllevase el dolor cotidiano de ver partir a C. todos los días hacia la escuela, mientras él tendría que buscar y encontrar cualquier otro trabajo; aunque la vida futura estuviese lastrada por la injusta carga de no poder ejercer su vocación.

Todo eso estaba dispuesto a padecer con tal de poder volver a ver a C, de achuchar a su hijo una y mil veces más, de concebir a otros niños que, a su vez, le darían nietos, con tal de refundar una familia y poder vivir en paz y sin la angustia que le carcomía desde hacía más de un año; en resumen, con tal de que aquella mujer no le delatase, pero ningún sonido articulado salía de su boca, por el miedo y porque nunca es fácil decir lo que nunca se querría decir, nunca brotan con fluidez las palabras que nadie desearía pronunciar.

Sólo cuando ella hizo un primer gesto de querer continuar su marcha por el camino, cuando desvió por primera vez su mirada del fantasma retornado, H. fue capaz de hablar, sólo usted sabe que estoy aquí, dijo, si me descubren será porque usted se lo ha dicho, y esperó en el silencio de la noche, mientras la luna volvía a asomar por detrás de una nube pasajera, a que ella contestase.

Ella no dijo nada entonces, bajó la vista y continuó su camino, mientras H. escuchaba el sonido atenuado de sus pasos alejándose, aunque permaneció en aquella pose un largo rato más como queriendo disfrutar del aire fresco puro y silencioso que le brindaba aquella noche de primavera como queriendo volar hasta el otro lado de la montaña para reunirse con su familia y fundirse en un último abrazo antes de partir de nuevo a América o de algo peor.

Ella no dijo nada nunca. Meses después, pasada la fiebre homicida del primer momento, y cuando ya nadie esperaba un giro en los acontecimientos que abrasaban el país, H. se entregó, voluntariamente, y fue juzgado y condenado por adhesión a la rebelión, pero esto es la historia del futuro.

lunes, 2 de junio de 2008

Creatividade galega

El Barón ten a ben ofrecer aos seus visitantes unha nova mostra de creatividade de Gabinete Toons, o estudo de animación máis dinámico do Polígono do Tambre (non só de Donuts vive o home).