martes, 30 de diciembre de 2008

Dos sueños

1) El Barón ha soñado esta noche con un grupo de jóvenes palestinos (algunos eran rubios) que corrían hacia un portal para refugiarse de la lluvia de fuego. La pulsión genocida de Israel no conoce límites: hasta invade los subconscientes ajenos. Quizás aquel gran judío llamado Freud hubiese podido interpretar ese sueño, que no parece demasiado simbólico. Quizás aquel otro judío llamado Kafka habría reflejado mejor que el Barón la impotencia y desolación ante la maquinaria bélica que pretende aplastar a todo un pueblo. Quizás, y ojalá, toda esta pesadilla nada tenga que ver con la pureza de sangre y los odios atávicos acumulados por el pueblo judío, y sí con circunstancias históricas cambiantes y contingentes. Quizás haya que recordarle a los israelíes qué le ocurrió a Ana Frank y a un III Reich que, decían, iba a durar mil años...

2) Que el 2009 no sea peor que el 2008.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Figuras

No es agradable recorrer un paisaje y adivinar que nunca llegaremos al sol porque siempre hay un mar, más allá de las montañas, que se interpone entre nosotros y él.
Tampoco la extensión del horizonte es franqueable; no hay grandes fisuras (aunque los paréntesis sean rugosidades en la tierra [y los corchetes cavidades en la roca, madrigueras que se ramifican en las profundidades, conexiones secretas entre la superficie terrestre y el sol, entre el presente y otros tiempos pasados o futuros] que muchas veces restringen nuestra visión del mundo) y predomina la continuidad.
En breves días el Barón abrirá un soleado corchete dentro de un paréntesis al que, posiblemente, nunca sabrá poner un adecuado final.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Pacífico

El nombre, el título, muy importante: Pacífico. Es directo y evocador. Es, a vuelta de novela, provocador. Expresa la amplitud, la universalidad, lo inimaginable por sus dimensiones, “el océano que no tiene memoria”. Contrasta (de ahí la provocación) con la realidad geográfica que se narra: una familia en apenas un barrio –un piso, una pensión, un comercio- de una ciudad que se quiere Barcelona, que regurgita recuerdos y los fagocita después, mediante la memoria de la voz que nos narra.

De ese contraste emana la magia de la historia contada y sus temas (la familia y el amor, la lealtad y la libertad, el azar y la fatalidad, lo individual y lo universal) a través de un acontecimiento esencial que se va filtrando página a página, hasta la reconstrucción final, el descubrimiento, el colmo de la evidencia camuflada tras la más inverosímil de las apariencias, para revelarnos así la crueldad del destino, la imposibilidad de revertir la vida y reparar los errores propios y ajenos.

Por cómo se afrontan esos errores, cómo influyen las variables posibles en la traza de cualquier trayectoria vital, se dibujan los personajes necesarios: los justos para que constituyan muestra e historia, sin excesos y con secundarios que parecen sombras del subconsciente. El padre y el hermano: los protagonistas, los dueños de la desgracia, las víctimas de la vida, el referente negativo de un narrador que sufre por no encarnar su ideal: el escritor de trágico destino en su búsqueda incesante de la verdad (como Hemingway), y que adopta la forma del escritor de doble vida (agente de seguros, deconstructor del ser contemporáneo: como Kafka). Las mujeres de ambos, que sufren los efectos colaterales, que buscan su propio camino, y que son germen de todo. El hombre que no es familia, que es primero testigo y después protagonista pero siempre como quien goza del agua sin mojarse los pies. Y otros seres que jugarán su papel.

Estos seres y sus recuerdos transitan a través de la historia sin perder nunca la forma, sin salirse de su propia silueta, sin alterar la atmósfera del conjunto, una mezcla de ensoñación, crudeza, nostalgia, dulzura y alivio, de tragedia blanda cubierta de caramelo endurecido.

Un producto que parece liviano, ligero como el carbono, de apenas 200 páginas, pero pleno de oxígeno, fluido, elaborado minuciosamente durante siete largos años por ese agradable descubrimiento (del Barón, se entiende) llamado Garriga Vela.