Hay objetos cotidianos y mínimos que suscitan nuestra continua indiferencia pero que, en ocasiones, se rebelan contra su insignificante destino y se muestran al mundo como metáforas reveladoras de la condición humana.
Centrémonos en los guantes de fregar. ¿Acaso esas fundas de látex, de colores llamativos con frecuencia, de usar y tirar también con frecuencia, no son como la ética?
Con ellos nos protegemos las manos para llevar a cabo acciones desagradables sin miedo a mancharnos o contaminarnos. Pero, cuando queremos ser nosotros mismos, dedicarnos a lo que de verdad nos gusta, nos los intentamos quitar y entonces sobreviene la pequeña tragedia, en forma de duda: ¿cuál nos quitamos primero? (Los zurdos que lo interpreten a la inversa). ¿La mano derecha, la ética de la responsabilidad, para poder maniobrar con soltura a la hora de sacarnos, después, el guante izquierdo, la ética de la convicción, que queda, entretanto, a salvo de la contaminación? ¿O nos sacamos primero la ética de la convicción porque con la ética de la responsabilidad tenemos más facilidad para comenzar la engorrosa tarea? Por supuesto, siempre agarrando el guante por la abertura, por ese lugar indefinido en el que nuestra extremidad buscaba refugio, nunca por la zona contaminada, exhibida.
Después está el problema de la doblez. ¿Por qué se dan la vuelta y nos muestran nuestras miserias íntimas? Porque, sí, los guantes nos protegen de la suciedad exterior, pero no nos protegen de nuestra propia transpiración, que queda así expuesta a nuestra mirada y a la de quien se pasee por el lugar. Y lo que vemos no nos gusta, ni debe interesar a observadores no deseados.
Para rematar, está el problema de los dedos que se encogen, como si las falanges temerosas de escapar del encapsulado se replegasen sobre sí mismas en un movimiento retráctil que impide que la funda vuelva a su posición original. Entonces es cuando no nos queda más remedio que entrar en contacto con las sustancias de las que anteriormente nos protegíamos, al tener que tirar, con las yemas de nuestros dedos desnudos, de las cinco (diez) puntas, por el lado exterior del guante. Todo vuelve a su sitio, pero a qué precio.
Por si acaso, yo siempre le recomiendo al Barón que use guantes más caros, que duran más y no dan tantos problemas, pero él siempre me salta con lo del relativismo moral.
Centrémonos en los guantes de fregar. ¿Acaso esas fundas de látex, de colores llamativos con frecuencia, de usar y tirar también con frecuencia, no son como la ética?
Con ellos nos protegemos las manos para llevar a cabo acciones desagradables sin miedo a mancharnos o contaminarnos. Pero, cuando queremos ser nosotros mismos, dedicarnos a lo que de verdad nos gusta, nos los intentamos quitar y entonces sobreviene la pequeña tragedia, en forma de duda: ¿cuál nos quitamos primero? (Los zurdos que lo interpreten a la inversa). ¿La mano derecha, la ética de la responsabilidad, para poder maniobrar con soltura a la hora de sacarnos, después, el guante izquierdo, la ética de la convicción, que queda, entretanto, a salvo de la contaminación? ¿O nos sacamos primero la ética de la convicción porque con la ética de la responsabilidad tenemos más facilidad para comenzar la engorrosa tarea? Por supuesto, siempre agarrando el guante por la abertura, por ese lugar indefinido en el que nuestra extremidad buscaba refugio, nunca por la zona contaminada, exhibida.
Después está el problema de la doblez. ¿Por qué se dan la vuelta y nos muestran nuestras miserias íntimas? Porque, sí, los guantes nos protegen de la suciedad exterior, pero no nos protegen de nuestra propia transpiración, que queda así expuesta a nuestra mirada y a la de quien se pasee por el lugar. Y lo que vemos no nos gusta, ni debe interesar a observadores no deseados.
Para rematar, está el problema de los dedos que se encogen, como si las falanges temerosas de escapar del encapsulado se replegasen sobre sí mismas en un movimiento retráctil que impide que la funda vuelva a su posición original. Entonces es cuando no nos queda más remedio que entrar en contacto con las sustancias de las que anteriormente nos protegíamos, al tener que tirar, con las yemas de nuestros dedos desnudos, de las cinco (diez) puntas, por el lado exterior del guante. Todo vuelve a su sitio, pero a qué precio.
Por si acaso, yo siempre le recomiendo al Barón que use guantes más caros, que duran más y no dan tantos problemas, pero él siempre me salta con lo del relativismo moral.
Fdo: La Sombra del Barón.
2 comentarios:
querida sombra del Barón, interesante metáfora la de los guantes, pero debe Vd recordar que de los trabajos sucios siempre se encarga el servicio, una persona de nuestra alcurnia nunca se mancha las manos (y si no que se lo pregunte al muchacho del pis)
Querida Duquesa, lo que ocurre es que el barón no sabe que no es posible mancharse sin mancharse, que es lo que él quiere. Menos mal que aquí estamos nosotros para recordarle sus limitaciones...
Fdo.: La Sombra del Barón
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