viernes, 10 de octubre de 2008

Angostura

En días recientes, por motivos relacionados con determinadas lecturas y actos, vuelve al Barón una sensación que nunca le ha abandonado, aunque a veces permanezca soterrada, latente.

Es la sensación que proporciona no tanto esta vida más o menos plácida, más o menos cómoda, más o menos sin sentido, sino su comparación con otras épocas, a partir del ejemplo de la generación que nos precede, esas gentes nacidas en un período sombrío y triste (o poco antes, o poco después), que supieron luchar contra el destino y sobreponerse, que pudieron (es cierto, quizás no sea tanto una cuestión de voluntad como de circunstancias) marcarse una meta, darle un sentido nítido a sus vidas, un horizonte, un objetivo existencial concreto.

Una generación de luchadores, de hombres y mujeres que tuvieron la desgracia (o la suerte, en un sentido existencial) de vivir una vida marcada por la atmosfera asfixiante de la España más negra y opresiva. Esos hombres y mujeres que supieron (ellas más, porque lucharon frente a una doble opresión), en un momento dado, adaptarse a esa circunstancia, buscar la luz al final del túnel. Todo esa vida, como dice Manuel Martínez en su “Homenaje a Barcelona”, plena de vigor intelectual y solidaridad, por contraposición a esta época nuestra, tan conformista y mediocre, en la que no se vislumbra qué forma de lucha es la más adecuada para salir del atolladero y las relaciones sociales se multiplican en una red más y más compleja a la vez que el individuo se atomiza y se aísla en ella.

Decía Vázquez Montalbán que contra Franco se vivía mejor; al Barón no le cabe la menor duda, porque él se refería a un aspecto fundamental, que es la necesidad humana de dar un sentido social (y político) a su vida. Hoy ese sentido es profundamente privado (y, por lo tanto, apolítico), como la promoción profesional, el cuidado de los hijos e incluso el arte concebido como experiencia íntima. Cuando no es así, el sentido social de la existencia se centra en la vida comunitaria; es un acto social, sí, pero con un extravío importante respecto a lo que éste debería ser: la gente se junta para beber y fumar, como siempre, pero el objetivo último, lo que siempre está más allá, no es el afán de transgresión (como antes). No se va al cine ni se lee un libro para salir de él con preguntas ni con respuestas, ni con dudas ni con certezas, se va al cine o se lee un libro para pasar un buen rato y olvidarse de los problemas reales, materiales, prácticos e inmediatos, que siguen estando ahí (¡claro que sí!) pero cuyo origen ya no es nítido, ni su causa concreta. Pero el objetivo ya no es buscar el origen y la causa de esos males, sino evadirse de ellos, olvidar conscientemente, huir de la ansiedad que produce ese vacío, esa ausencia de fronteras que transgredir, que se agranda con el paso del tiempo y con la cada vez más cierta y próxima disolución de la humanidad en el caos por ella misma provocado.

¿Quién permanece a salvo de todo esto? Los que nunca han cambiado su modo de vivir, los que siempre han sido conformistas, los que siempre han situado su horizonte vital en las proximidades, los que habitan en el valle y no ven más allá de las montañas que lo envuelven, los que no son ni más ni menos felices (salvo circunstancias vitales puntuales y al margen de las comodidades que proporciona el “progreso”) que sus padres ni que sus hijos. Nadie les debería reprochar nada a los habitantes del valle, pero el Barón siempre admirará a esa generación de luchadores que le precede, a esos hombre y mujeres que buscaron, y siguen buscando, la salida del valle más allá de las montañas.

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