Ayer por la noche aproveché unas cuantas manzanas para hacer una tarta. Me gusta una receta que tenía mi abuela materna. A ella se la dio una vecina judía que tenía cuando vivía en Brooklin. Le llamaba apple crumble, migas de manzana. O algo así. Mi madre nació allí, en Brooklin, pero un verano vino de vacaciones, conoció a mi padre y ya nunca regresó. Nunca entendí muy bien cómo mi madre, siendo de Nueva York, pudo adaptarse al ambiente de aquí en aquellos años terribles. Debió ser la fe, y su amor a la misa en latín. Y el dinero de mi padre. Mi abuela, en cambio, murió allí, y yo nunca pude ir a visitarla. Ella y el abuelo venían casi todos los veranos, para ver a la familia. Cuando crecí lo suficiente como para tener ganas de ir a visitarla ella ya no vivía. Aun así, una vez estuve en Brooklin y busqué la casa de mis abuelos. Ya no existía.
La primera parte es sencilla, no hay más que cortar media docena de manzanas en rodajas y ponerlas en el molde, en capas. La segunda parte es más difícil. Hay que mezclar trescientos gramos de azúcar, ciento cincuenta gramos de harina, una cucharada de levadura y un huevo batido. Se forma una masa espesa y grumosa que hay que extender con gran trabajo sobre los trozos de manzana, que se quedan adheridos a la masa.
Cuando estaba en la segunda parte Adrián empezó a llorar. Tuve que dejar la tarta. Apagué el horno y fui a la habitación. Sólo comprobé que no le pasaba nada, pero no me atreví a cogerlo en brazos. Tendría alguna molestia. Al poco tiempo se volvió a quedar dormido. Es demasiado pequeño como para tener miedos nocturnos. Yo tenía muchos cuando era un niño. Las angustias de un bebé deben ser insoportables, por eso es una etapa que nadie recuerda.
Cuando regresé a la cocina algunas rodajas de manzana habían intentado escapar del molde, pero dejaron un rastro de harina y azúcar que me facilitó la captura. Alguna ya había llegado hasta la sala. Volví a encender el horno, extendí la mantequilla sobre la masa, metí el molde, me serví un oporto y me fui al porche a esperar a que se dorara.
Mi noche más angustiosa la pasé en Oporto. No viajaba mucho con mis padres, pero hasta allí no era un viaje largo, ni siquiera entonces, y mi padre solía acercarse para aprovisionarse en las bodegas y poder presumir de entendido ante los clientes importantes. Una de las veces decidieron llevarnos a Dito y a mí con ellos. Normalmente nos dejaban con Fernanda, la sirvienta, pero, cuando Dito cumplió ocho años, mi padre quiso homenajear a su primogénito con una excursión a un país extranjero. Y yo fui de rebote. Tenía cinco años.
Recuerdo la impresión de ver un sitio parecido pero distinto a Capetón. Casas antiguas encaramadas en las laderas, como queriendo precipitarse al río. Tengo grabada también la imagen metálica del puente sobre el río. La armonía del color y el ritmo del perfil de la ciudad debieron dejar algún poso en mí, de ese tipo de cosas que van marcando nuestro camino y acaban por ser definitorias de nuestro papel en la vida. Ninguna ciudad me ha vuelto a producir la sensación que entonces experimenté.
Pero todo recuerdo queda oscurecido por la figura de Sandeman. El cartel ocupaba toda la pared de un edificio. En él aparecía la silueta, en negro sobre amarillo, de un ser oculto bajo una capa y un sombrero de ala ancha. Yo me quedé sobrecogido por esa imagen y me acuerdo de que le pregunté a mi padre quién era el señor del cartel.
El sadismo no era uno de los rasgos del carácter de mi padre, pero, en ese momento, debió pensar que sería divertido decir lo que dijo. “Es Sandeman, el hombre de arena”. Yo le pregunté si era malo, y él siguió el juego y me dijo que por las noches se acercaba a la cama de los niños y le echaba arena en los ojos para que se durmieran. Mi padre no era culto, aunque conocía esas leyendas anglosajonas por mi madre, que tampoco era culta pero había nacido y crecido en Brooklin. Es muy posible que, si yo me hubiese echado a llorar, mi madre hubiera acudido en mi auxilio. Pero, como me pasó muchas veces después, no tuve ninguna reacción visible. Dejé que la amenaza quedase ahí, flotando delante de mí y haciéndose mayor a medida que pasaba el tiempo.
Porque “vivir es fácil con los ojos cerrados”, el hombre de arena nos traslada al otro lado del río y nos señala el camino más sencillo, el de dejar que el discurrir de los acontecimientos nos conduzca hasta el final del sueño.
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