martes, 27 de julio de 2010
Salir por la puerta y atravesar el prado fresco de la mañana. Cruzar la avenida, subir escaleras, bajar escaleras y olvidarse del perenne soniquete del tráfico, envuelto en el rumor de los arces y los abetos. Descender hasta el regato y correr a su lado, escuchando sus efímeros secretos en volandas. Absorber el aroma de la hierba luisa y caminar bajo la sombra de carballos altos como su edad. Cruzar otra calle y rodear el estanque de los patos y las carpas. Seguir el curso de la corriente con cuidado de no tropezar con la pared de hortensias. Echar una ojeada a la arquitectura modernista, a nuestra derecha, y proseguir hasta volver a cruzar la calle. Disipar la vista en el verde esmeralda surcado por ocres caminos, envidiado por los aspersores, que amagan con acompañarte, y llorado por los sauces. Afluir con nuestro torrente al río mayor y seguir junto a los dos, hasta cruzar el puente de piedra. Adentrarse en la foresta que recubre el río como una galería de mocárabes. Escuchar el sonido de la corriente esquivando las rocas y acariciando la vegetación de las orillas. Cruzar una vez, dos veces, tres veces, jugueteando con los meandros. Abandonar el curso de agua y acometer la empinada senda hacia la otra carballeira. Saludar a los escasos viandantes que bajan por el camino, buenos días, buenos días. Empaparse de la sombra matinal de los carballos, gruesos como su edad. ¿Un paseo dominical? No. Has llegado a tu puesto de trabajo. No son imaginaciones tuyas. Has escogido un camino adecuado para empezar la semana de buen humor.
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