Para que sus invitados no se sientan abandonados, y dado que el estrés laboral y personal impide al Barón realizar aportación alguna que cumpla los mínimos requisitos de su estricto control de calidad, se presenta un pequeño y evocador ejercicio, titulado Los cencerros:
Esa vibración reverbera sobre las tapias, desciende y se columpia en el asfalto gastado de la vieja carretera, y luego se eleva, bamboleante, hasta la segunda planta del centenario caserón, en cuya fachada, agrietada por la dureza del clima castellano, las ventanas permanecen cerradas, aunque la antigüedad de la estructura y los materiales impiden que las junturas ejerzan totalmente su función, y así es como ese sonido añejo, esa vibración que se agiganta en tanto la fuente emisora se aproxima, se cuela por las rendijas y se posa con dulzura sobre mi oreja derecha, la única libre de la presión de la lana de la almohada y del raído almohadón que la envuelve, y penetra entonces en mi cerebro, generando una corriente mitad física, mitad onírica, y sueño la realidad: que por el camino de las tenerías se avecina el rebaño, como todos los veranos, para subir al monte con su pastor, que este año es pastora, a impregnarse del aroma del tomillo y del romero, a esparcir por la colina el inconfundible sonido de los cencerros al unísono, que ahora retumban en el adobe pobre de las casas pobres de Castilla, y en un minuto lo hará entre los petriles del viejo puente sobre el Arlanza, que tanta historia ha soportado, como el viejo Cid camino del destierro, polvo, sudor, etcétera, y se sigue filtrando a través de las hiendas, como todos los veranos hasta donde alcanza mi memoria, y esa realidad que sueño es que he vuelto al origen, y que los cencerros son el alma eterna de la cabaña, naciendo del cuello de cien ovejas para reunirse, a través de mi cabeza somnolienta, con la lana que reposa bajo ella, quizás para reunirse, como todos los veranos, con el único resto que se conserva de sus olvidados ancestros.
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