
Unha extraña caricatura atopada na Rede para despedir o ano. Que o vindeiro 2010 veña cheo de satisfaccións e momentos divertidos. Total, vai vir igual...
"Cada palo que aguante su vela en este entierro"
Ayer por la noche aproveché unas cuantas manzanas para hacer una tarta. Me gusta una receta que tenía mi abuela materna. A ella se la dio una vecina judía que tenía cuando vivía en Brooklin. Le llamaba apple crumble, migas de manzana. O algo así. Mi madre nació allí, en Brooklin, pero un verano vino de vacaciones, conoció a mi padre y ya nunca regresó. Nunca entendí muy bien cómo mi madre, siendo de Nueva York, pudo adaptarse al ambiente de aquí en aquellos años terribles. Debió ser la fe, y su amor a la misa en latín. Y el dinero de mi padre. Mi abuela, en cambio, murió allí, y yo nunca pude ir a visitarla. Ella y el abuelo venían casi todos los veranos, para ver a la familia. Cuando crecí lo suficiente como para tener ganas de ir a visitarla ella ya no vivía. Aun así, una vez estuve en Brooklin y busqué la casa de mis abuelos. Ya no existía.
La primera parte es sencilla, no hay más que cortar media docena de manzanas en rodajas y ponerlas en el molde, en capas. La segunda parte es más difícil. Hay que mezclar trescientos gramos de azúcar, ciento cincuenta gramos de harina, una cucharada de levadura y un huevo batido. Se forma una masa espesa y grumosa que hay que extender con gran trabajo sobre los trozos de manzana, que se quedan adheridos a la masa.
Cuando estaba en la segunda parte Adrián empezó a llorar. Tuve que dejar la tarta. Apagué el horno y fui a la habitación. Sólo comprobé que no le pasaba nada, pero no me atreví a cogerlo en brazos. Tendría alguna molestia. Al poco tiempo se volvió a quedar dormido. Es demasiado pequeño como para tener miedos nocturnos. Yo tenía muchos cuando era un niño. Las angustias de un bebé deben ser insoportables, por eso es una etapa que nadie recuerda.
Cuando regresé a la cocina algunas rodajas de manzana habían intentado escapar del molde, pero dejaron un rastro de harina y azúcar que me facilitó la captura. Alguna ya había llegado hasta la sala. Volví a encender el horno, extendí la mantequilla sobre la masa, metí el molde, me serví un oporto y me fui al porche a esperar a que se dorara.
Mi noche más angustiosa la pasé en Oporto. No viajaba mucho con mis padres, pero hasta allí no era un viaje largo, ni siquiera entonces, y mi padre solía acercarse para aprovisionarse en las bodegas y poder presumir de entendido ante los clientes importantes. Una de las veces decidieron llevarnos a Dito y a mí con ellos. Normalmente nos dejaban con Fernanda, la sirvienta, pero, cuando Dito cumplió ocho años, mi padre quiso homenajear a su primogénito con una excursión a un país extranjero. Y yo fui de rebote. Tenía cinco años.
Recuerdo la impresión de ver un sitio parecido pero distinto a Capetón. Casas antiguas encaramadas en las laderas, como queriendo precipitarse al río. Tengo grabada también la imagen metálica del puente sobre el río. La armonía del color y el ritmo del perfil de la ciudad debieron dejar algún poso en mí, de ese tipo de cosas que van marcando nuestro camino y acaban por ser definitorias de nuestro papel en la vida. Ninguna ciudad me ha vuelto a producir la sensación que entonces experimenté.
Pero todo recuerdo queda oscurecido por la figura de Sandeman. El cartel ocupaba toda la pared de un edificio. En él aparecía la silueta, en negro sobre amarillo, de un ser oculto bajo una capa y un sombrero de ala ancha. Yo me quedé sobrecogido por esa imagen y me acuerdo de que le pregunté a mi padre quién era el señor del cartel.
El sadismo no era uno de los rasgos del carácter de mi padre, pero, en ese momento, debió pensar que sería divertido decir lo que dijo. “Es Sandeman, el hombre de arena”. Yo le pregunté si era malo, y él siguió el juego y me dijo que por las noches se acercaba a la cama de los niños y le echaba arena en los ojos para que se durmieran. Mi padre no era culto, aunque conocía esas leyendas anglosajonas por mi madre, que tampoco era culta pero había nacido y crecido en Brooklin. Es muy posible que, si yo me hubiese echado a llorar, mi madre hubiera acudido en mi auxilio. Pero, como me pasó muchas veces después, no tuve ninguna reacción visible. Dejé que la amenaza quedase ahí, flotando delante de mí y haciéndose mayor a medida que pasaba el tiempo.
Porque “vivir es fácil con los ojos cerrados”, el hombre de arena nos traslada al otro lado del río y nos señala el camino más sencillo, el de dejar que el discurrir de los acontecimientos nos conduzca hasta el final del sueño.
Hoy por la mañana, al entrar en la bodega, vi que se había volcado la caja de las manzanas. Debió ceder al peso y se produjo una avalancha. Eso es lo que pasó. Me gustaría comenzar con algún acontecimiento espectacular, significativo, decisivo, pero he decidido empezar por éste, que es lo más peculiar que me ha pasado hoy. Y ni siquiera me he enterado hasta que lo he visto.
He recogido algunas manzanas, las he metido en una cesta y se las he llevado a Hilda, mi vecina. He aprovechado que su marido ya no estaba en casa porque no soporto su mirada desdeñosa. A saber cómo la trata. También he llevado a Adrián. Es curioso: todo el mundo dice que se parece a mí. Hilda, que siempre me da la impresión de que va a llorar cuando ve al niño, también lo dice.
Regresé a casa, le di el biberón a Adrián y decidí contar la historia de mi vida. Cada día escribiré un poquito. No es que tenga deseos de inmortalidad, pero me apetece compartir mi experiencia y que alguien llegue, quizás, a comprenderme algún día. También es una forma de comprenderse a uno mismo. Uno siempre tiende a analizar los actos de su vida como eslabones lógicos de una cadena de elecciones y decisiones conducentes a un fin determinado, que es el presente.
Mi presente es Adrián. Y mi presente inmediato es el montón de manzanas que se acumula en el suelo de nuestra bodega. Es como si, llegada una edad, las personas rompiésemos la barrera del sonido: la velocidad se acelera y, cuando nos damos cuenta de lo que estamos viviendo, ya lo hemos vivido. Me imagino que la muerte es la culminación de este proceso, el último paso, el postrer movimiento, del que ya no podremos ser conscientes. Aunque sólo tengo cuarenta y seis años y espero que aún me queden pasos que dar. Aprovecharé que tengo que devolver esas manzanas a la caja para tocar madera.
Cuando se mira desde lejos, y con la luz adecuada, la Isla es un gran triángulo posado sobre el océano. Sólo cuando nos acercamos a ella podemos intuir, progresivamente, los volúmenes que se esconden tras su geométrica silueta. Poco a poco, la Isla se agiganta y se transforma en un cuerpo irregular, con caras, aristas y grietas que confieren a su superficie una rugosidad extraña, acentuada cuando la luz patina sobre la superficie del océano hasta estrellarse contra ella.
Tampoco flota, sino que hunde sus raíces en la corteza terrestre, a miles de metros bajo el mar. De las hiendas abiertas en el fondo del mar emergió, en algún momento, un chorro de magma ardiente que provocó un calentamiento repentino del agua. Al principio ésta fluía hacia zonas menos activas, pero el magma continuaba surgiendo, formando una pequeña cresta de materiales que se iban enfriando con lentitud, posándose sobre el lecho marino como si fuese un plácido retiro.
Pronto estos materiales fueron cubiertos por nuevos escombros, y la chimenea por la que el magma fluía al exterior se fue encumbrando, buscando la luz del sol que se filtraba a través de las olas. La proximidad a la superficie convertía el agua en vapor, que se elevaba sobre la superficie y se diluía en la atomósfera, mezclado con elementos terrestres, con una lava que afloraba, por fin, tratando de culminar así una labor infinita y dando forma a la Isla.
Afuera las condiciones cambian. El magma sigue fluyendo esporádicamente y hace que la Isla mude de aspecto cada cierto tiempo, siempre alrededor de la gran chimenea aunque, en ocasiones, la lava busque salidas alternativas. Los materiales depositados en torno al gran cráter ceden a la gravedad y ruedan hacia el mar con inmensa lentitud, como un regreso cíclico a sus orígenes más remotos.
Sobre ellos, entre tanto, nace la vida, pequeñas y vegetales especies heroicas capaces de sobrevivir en un desierto de ceniza hasta convertirse en pasto de las especies animadas, primero ínfimas, luego chicas, después medianas hasta llegar a poblarse la Isla de tantos seres vivos como fue capaz de albergar.
“Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”
Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración