Decía Foucault (y no sólo él) que la Modernidad se caracteriza por la consagración del Sujeto, dueño de sus actos (la Razón). Frente a los cuerpos y corpúsculos del Antiguo Régimen, difuminados en sistemas de explotación que se transmitían de generación en generación, aparece el Individuo, con una identidad, intransferible y monolítica, necesaria para que pueda ser moldeado en las escuelas, controlado en su vida cotidiana, asalariado en las fábricas y, eventualmente, atendido en las clínicas y castigado en las cárceles.
Desde entonces hasta ahora no ha cambiado nada, más bien al contrario: la hipermodernidad exacerba los mecanismos de control. Somos números: cuando algo no encaja en este sistema tan perfecto y totalitario la máquina rechina. Si naces con un nombre no puedes vivir (ni morir) con otro, salvo que hagas la correspondiente gestión, cubras los impresos y lances la solicitud a alguna de las máscaras burocráticas con las que el engendro se camufla.
Kafka nunca escribió nada sobre lo que hay más allá de la muerte (que yo sepa); y, sin embargo, es asombroso cómo la Identidad del individuo, construida a lo largo de toda su vida, se prolonga, con sus vaivenes y deslizamientos, más allá de su desaparición, hasta que el oficinista de turno logre hacer cuadrar los números y los nombres, ponga un sello y cierre el expediente, y el Sujeto de verdad, el que no se ajusta a un carnet ni a una nómina, pueda, por fin, descansar en paz.
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