Todo comenzó con un ramalazo racista y violento de un individuo en el metro. De la noche a la mañana, se convirtió en una estrella mediática por obra y gracia de una cámara de seguridad.
La víctima de una sociedad enferma convertida en verdugo. La víctima real de la agresión. El testigo. La película, visionada por millones de personas.
Desde entonces, apariciones televisivas del agresor, encarnando a la perfección a su personaje. Los juzgados rodeados de flashes y periodistas. La víctima, oculta bajo el pixelado. La jueza que lo liberó en primera instancia, convertida en cómplice de la agresión. La fiscalía que interviene para enderezarlo. Para hacernos creer que así podemos sentirnos más seguros.
Lo que no entra en cámara no ha sucedido. Las protestas de algunos por la pasividad del testigo, y el testigo que se rebela aduciendo que la escena en que socorre a la víctima no ha sido emitida por los medios. No se conforma con el papel secundario. O pretende resarcirse de la cobardía que le atenazó, y que atenazaría a cualquiera, por mucho que digan.
Los medios construyen la realidad a medida de una sociedad ávida de espectáculos en vivo. Los medios nos construyen. Y las personas nos convertimos en personajes del drama cotidiano de un mundo que se consume a sí mismo, como el oso hormiguero de Yellow Submarine.
Todo es tan patético...
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