Ni la memoria de veinte generaciones alcanzaría para recordar en qué momento la estirpe familiar se trasladó a la capital. Ni yo, ni mis padres, ni los padres de mis padres conocimos nunca el mar. Hace mucho tiempo que las mejores oportunidades están aquí, pero hay que pertenecer al selecto grupo de los elegidos para poder aprovechar todo el potencial que estas tierras ofrecen. Desde mi atalaya contemplo, día tras día, la batalla por la supervivencia de los pobres.
No te pares. Sigue caminando. Aquí no puedes quedarte. Esto es un matadero. Vete. Déjalo ahí. Está muerto. No puedes hacer nada. Escapa. Corre, hostia.
El cuerpo de su compañero yace sobre lo que antaño fue una lata de aceite de oliva. Sus vísceras se derraman por los laterales. Su sangre se seca con rapidez y se adhiere al metal con la firmeza de un liquen a la roca.
Huye de una puta vez. Está muerto.
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El pánico le impide realizar cualquier movimiento, pero es consciente de que la parálisis, cuando no va acompañada de un buen camuflaje, o cuando el escondrijo no es perfecto, es la sentencia final. Sabía a lo que se exponía cuando inició la aventura, pero el hambre es así, inexorable. Es una ley biológica.
Ha faltado muy poco. Desde aquí he podido ver cómo las esquirlas de esa botella han golpeado su cuerpo tembloroso. Al menos, eso le ha hecho reaccionar. Todavía me sigue sorprendiendo comprobar lo estúpidos que pueden llegar a ser, aunque hay que reconocer que tener que caminar para llegar a todas partes es una limitación importante. Pero, ¿por qué no se conforman con lo que tienen a su alcance? ¿Por qué tienen que venir aquí a buscar el sustento?
Mierda. Me he cortado. No aguantaré mucho tiempo detrás de este bidón. Tengo que buscar una salida. Me he cagado de miedo. ¿Qué voy a hacer?
Sacude con delicadeza y parsimonia su lomo, hasta que un pequeño fragmento de cristal se desprende de su cuerpo.
Le escuece con rabia, nota el fuego en su espalda, la sangre que se desliza por su costado. Ante la cercanía de la muerte recuerda a su familia, al otro lado de la montaña. Se habían trasladado hacía poco tiempo, después de que hubieran clausurado su anterior residencia. Se madre nunca se cansó de prevenirle de los peligros del mundo exterior, de la crueldad de los hombres. Le recordaba continuamente que ellos siempre estarían en el lado oscuro, el de los malditos.
Agotado por la tensión, apoya su cuerpo contra el bidón, que, vencido su precario equilibrio, rueda ladera abajo.
Pobre imbécil. Ahora sí que la ha hecho buena. Ahora que había encontrado un escondite decente se queda al descubierto. No tiene escapatoria. Su técnica es mucho más primitiva.
Nosotros contamos con la ventaja del avistamiento previo: el margen de error es mínimo. La clave suele ser la rapidez, porque éstos, pese a todo, acaban encontrando los mejores sitios, pero a qué precio. No siento ninguna compasión. Mejor para nosotros.
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¡Hijos de puta! ¿Qué es lo que os he hecho? ¿A qué viene esa saña con la que nos perseguís? Nos arrojasteis en vuestras cloacas, nos expulsasteis del paraíso, nos marcasteis a fuego y nos arrinconasteis en la mierda, pero no me entregaré tan fácilmente.
Inicia una rápida carrera por la pendiente, en una busca desesperada del bidón salvador, detenido a mitad de su caída por un somier desvencijado.
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En esos momentos puntuales en que la vida de uno corre serio peligro, el cuerpo extrae energías extraordinarias de algún perdido rincón de sí mismo. Es el instinto de autoconservación, aunque en la guerra ese instinto rara vez sirve para algo. La sangre sigue manando de su herida, y siente que el aliento vital le va abandonando. Entre dos pañales, de nuevo detrás del bidón, llora sin consuelo.
Mamá. ¡Mamá! No quiero morir. Dame tu calor, mamá. Quiero volver a casa.
No entiendo a los que reniegan de este tipo de espectáculos. Es una ley natural. Nosotros también tuvimos que emigrar, hace mucho. Mis abuelos me hablaban del mar, de lo que a ellos les habían transmitido sus antepasados. Decían que bastaba una zambullida para conseguir un hermoso pescado. ¡Y los había en abundancia! Y me contaban que el agua del mar no es como el de la balsa de inertes, sino que cuando estás en ella es limpia y transparente como el cristal, y que desde las alturas es azul como no hay azul comparable en el mundo.
No creo mucho en esas leyendas. De poco nos sirven ahora. Esto es la lucha por la supervivencia. Está bien que la escoria sea tratada como se merece.
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El bidón, tan sólo magullado por los perdigones, vuelve a rodar, dejando al descubierto, a través del somier descuajaringado, unos diminutos ojos que se enfrentan al momento de la verdad. La gaviota ríe.
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-¡Le has dado! ¡Le has dado! – grita el chiquillo alborozado.
Algunas plumas blancas y grises vuelan en todas direcciones. Un ave mortalmente herida se desangra sobre una vieja nevera, en lo alto del vertedero. Mientras, una joven rata moribunda aprovecha el momento para escabullirse entre los desperdicios y llegar a su hogar, al otro lado de la montaña de basura, para alcanzar el regazo de su madre.
3 comentarios:
por amor de díos amigo Mediopelo!! ¿quiere Vd decir con esto, que después de cargarse a dos pobres ratoncitos aún tuvo tiempo de masacrar a una gaviota?. Había oído lo de la afición de la nobleza por la caza pero lo suyo ralla el vicio. No se, empiezo a tener miedo de pasarme por su blog. Temo acabar expuesto en la pared de su salón, junto a otras cabezas disecadas de la rica fauna galaica.
Querido Jabalí:
No volveré a repetir que no eran ratoncitos, sino ratas, aunque pequeñas.
El relato no es autobiográfico; aún no he llegado a ese extremo.
En todo caso, yo que tú me andaría con cuidado si vas por Monforte, que allí no se andan con chiquitas (la Voz de Galicia de hoy, página 12).
por supuesto que eran ratas señor barón. No entiendo porqué todos los grandes cazadores tenemos que estar dando explicaciones a esta chusma incrédula.
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