miércoles, 18 de junio de 2008

Selinunte (11 de junio de 2008)

De lo que fue la ciudad original sólo quedan restos dispersos, pero el escenario no debe haber cambiado mucho. En una colina, rodeados de olivos y vides, frente al profundo azul del Mediterrráneo, los colonos griegos debían sentirse como en su patria. Más que nada por ese aire familiar del ambiente.
Aquí se percibe de cerca algo que muchas veces se intuía en las clases de arte: la armonía entre los monumentos griegos y el paisaje, a pesar del contraste entre las rectilíneas obsesivas de los griegos (hasta corregían las formas para que pareciesen más rectas de lo que son) y las curvas de la naturaleza. Aun así, los templos griegos parecen nacer de la tierra como las plantas.
Quizás todo se deba a que nuestra propia mirada, nuestra manera de concebir el espacio, es una herencia de la forma en que ellos construían y ordenaban ese espacio. Sus monumentos nos parecen bellos e integrados en el entorno porque ellos supieron desgajar esa cosa llamada Razón de ese mundo exterior que es la Naturaleza, de modo que ahora lo que nosotros apreciamos como entorno no es sino un mundo construido y pensado a nuestra medida. ¿Es culpa de ellos?

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