miércoles, 16 de enero de 2008

La carretera


Esta bonita imagen corresponde al otoño en Newfound Gap, un puerto de montaña, por donde pasa la carretera 441, situado en las Great Smoky Mountains, en el sur de los Apalaches, entre Tennesse y Carolina del Norte.

Cormac McCarthy transforma este bucólico paisaje (eso parece según algunos indicios) en un desierto de ceniza, desolado y barrido por el viento y la nieve, al ubicar la acción de su última novela en un futuro hipotético que nos trastorna, no tanto por original como por veraz. Es un hiperrealismo que no podemos contrastar, pero logra contagiarnos un profundo desasosiego.

A la cruda ambientación añade un estilo duro, contundente, seco, reiterativo hasta el hastío, terminal, plagado de conjunciones copulativas encadenadas (y... y... y...), como si cada acción que describe fuese a ser la última ejecutada por sus personajes.

Estos personajes son dos: el hombre y el chico, que son padre e hijo. No se les nombra en ningun momento, como tampoco hay ninguna referencia geográfica exacta. Hay quien lo interpreta como un intento del autor de facilitar la identificación del lector con los protagonistas y con el espacio, en una situación extrema.

Avancemos la posibilidad de que sean metáforas:

El padre ha intentado inculcar a su hijo, nacido tras el cataclismo, los valores que regían la sociedad antes del apocalipsis, pero, en este tramo final de su huida hacia algún lugar en que refugiarse de todo, sólo se mueve por puro instinto de supervivencia, de los dos, el afán de autoconservación y reproducción de la especie. Para poder mantener a su hijo con vida, no duda en robar, matar, vejar y abandonar a otros congéneres en peor situación, es decir, renuncia a esos valores que ha tratado de transmitir a su descendiente, aunque siempre intenta justificarse frente al chico. Recurre al instinto para salvar la esencia de la humanidad, encarnada en su hijo.

El hijo es la moral. Lo que adviene tras la satisfacción de las necesidades primarias. La permanente vigilancia de los instintos, la defensa, todavía inocente, de los valores morales. El fuego. Ellos llevan el fuego, y, al final, el padre lo admite: "Tú eres el fuego". Y le entrega su pistola (porque la pistola y el padre son la muestra de que la esencia humana tiene dos caras, como una moneda), y, así, el chico pierde la inocencia al mismo tiempo que a su padre, pero salva la vida, y encuentra a otros "buenos" (good guys), con los que parece que podrá desarrollarse como persona, contribuir a la progresiva restitución de la sociedad humana.

Hay quien ve este final como un happy end, como un canto a la esperanza y a la capacidad del ser humano de hacer frente a las adversidades. ¿Y si la moraleja, si es que la hay, fuese una paradoja? ¿Y si se nos está diciendo que el ser humano lleva en su interior el germen de la autodestrucción, y que siempre arrastrará en su caída hacia el abismo, que puede repetir cien veces, a todo lo que le rodea, incluso a sí mismo?

1 comentario:

ÓL dijo...

Sea o no un happy end, no creo que se trate, en todos casos, y como algunos ven, de una concesión. El idílico último párrafo, casi onírico, puede ser sólo eso: un sueño. El lector elige. Yo decido que no lo es y que el maldito niño se salva, por que el escuincle me cayó bien.