miércoles, 18 de junio de 2008

Catania (8 de junio de 2008)

Catania es un lugar tan extraño y curioso como el resto de la isla, pero a su manera.
Todo por culpa del Etna y sus periódicos accesos de furia telúrica. En un momento dado, hará unos tres siglos, un mar de lava la sepultó. Para completar la tragedia, un terremoto aniquiló, poco después, a un tercio de la población.
Aprovechando el momento, el gobierno de entonces (erpañol), decidió construir una ciudad nueva, partiendo desde cero, siguiendo un patrón ilustrado: la rectilínea se apoderó de la trama urbana y hoy en día hay calles de las que no se distingue el final. Una de estas calles es la Via Etnea. Es la arteria principal: nace junto a la Catedral y apunta directamente al cráter del volcán. En su parte final, se eleva siguiendo su ladera. Una auténtica provocación.
Resulta chocante que una ciudad con un aspecto tan racional y ordenado albergue un mundo tan caótico. Parece una impostura, como si hubiesen desalojado a sus europeos y verdaderos habitantes y los hubiesen sustituido por unos seres autónomos y mediterráneos.
Se percibe una relación de amor-odio entre la ciudad y la montaña (a muntagna). La amenaza siempre está presente, pero las tierras que rodean al Etna son fértiles, y muchas de las piedras con que se ha edificado la ciudad son negras de lava, lo que le da un aire arlequinado. Ahora, además, proliferan los turistas que vienen hasta aquí por causa del Etna. Este sinvivir junto a la guarida de Polifemo debe ser la causa del carácter adusto de las cataneses, aún más marcado que el de los restantes sicilianos.
Tiene un algo, Catania, que la sitúa a medio camino entre la realidad y el ensueño; un aire de irrealidad, como la Iglesia de San Nicolò, con su fachada a medio terminar, su cúpula rodeada de andamios, su campanario que parece un bloque de apartamentos, sus muros sin adornos ni ventanas... O el teatro grecorromano, con sus plásticos y sus piscinas pobladas de algas y peces de colores.

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