martes, 3 de junio de 2008

La madriguera

A mis abuelos, Herminio y Concha

Cuando la mujer se detuvo al borde del camino y le identificó, H. levantó la vista hacia la luna, comprobó cómo el alfanje plateado tajaba las nubes sin sangre y pensó que su fantasma había vuelto, y que aquél iba a ser su último paseo.

La palmera, junto al umbral de la Casa Grande, al otro lado del camino, seguía en su sitio, enhiesta y anterior a su recuerdo, desafiante por proyectarse sin miedo hacia un futuro que entonces, en aquel preciso instante, a H. le pareció tan breve y cruel como la alegría de los pobres.

Antes, sólo las aves dejaban sentir su presencia en las noches de invierno, cuando todo el valle era una lápida negra iluminada con timidez. H. recordaba bien el momento en que todo se truncó y las bestias comenzaron a colmar de pánico las sombras. Fue entonces cuando organizó todo, besó a C., y al hijo que albergaban sus entrañas, dejó que su fantasma huyera a América libremente y su vigoroso cuerpo fue sepultado en vida para escapar de la muerte.

Las alimañas se habían aplacado ahora, tantos meses después, pero no tanto como para no ensañarse con un prófugo. Nunca llegó a ver paseos, ni cadáveres en las cunetas, ni el terror en un rostro amigo, pero conocía su existencia. Pensó entonces en todos aquellos compañeros de aventura que habrían caído desde su espectral huida, cazados en su confianza, como conejos troquelados en una jaula de fieras. Pero no lo hizo como solía, como un recuerdo que acompañara las horas infinitas de entierro y soledad como si fuesen duendes con los que hablar bajo tierra para preguntarles qué es lo que había pasado qué estaba ocurriendo sobre la tierra qué tuerca había saltado para convertir la normal existencia diaria los proyectos y la ilusión de un futuro libre en una supervivencia infernal sin salida posible. Lo hizo para saber cómo era aquél lugar al que ahora sabía que se dirigía.

Los ojos de la mujer le contemplaban desde el camino. Ojos tristes de mirar de cerca el dolor. Ojos que conocían la desgracia. Ojos que reconocieron al maestro de escuela, al redentor de almas perdidas, al fantasma que había huido a América.

Entonces pensó también en aquel hijo suyo al que sólo una vez había podido estrechar entre sus brazos temblorosos, flácidos por la inactividad, temerosos de no poder volver a abrazar a su niño, que crecía al otro lado de la montaña, mecido por la brisa de la ría y ajeno a la suerte que corría su padre. Pensó que no volvería a verlo, a pellizcar sus muslos y mofletes, a besarlo y acariciarlo, y se recordó a sí mismo correteando por los caminos con su hermano buscando nidos y cogiendo moras mientras las vacas pacían en los prados junto al río recordó el calor de los zuecos en las mañanas de invierno la madera empapada de rocío y de agua de lluvia el verdor espléndido de la hierba fresca al amanecer la cálida orina en las manos y el vapor emanando de sus cuerpos la libertad de los infantes.

Mientras aquellos ojos le escrutaban desde el borde del camino, C. dormiría como acostumbraba hacerlo desde hacía meses, con el corazón agitado por la inquietud y el sueño estrangulado por el miedo. También pensó en ella, en la dureza de la vida que le esperaba, en su soledad de madre viuda, sólo confortado por saberla muy capaz de culminar con éxito la tarea, al otro lado de la montaña.

H. recordó también los días de mercado, cuando acompañaba a su madre hasta allí, hasta el otro lado, saliendo de noche y regresando de noche, atravesando aquella montaña, que no era muy alta, pero qué larga se hacía la caminata, cargando con los huevos, las carnes, las verduras para venderlos en la ciudad, y eran viajes eternos como eterna era ahora la distancia que le separaba de C.

Una nube asombró la escena por un instante. Cuando reapareció la luna, H. viajó hasta la noche en que él y su hermano E. vieron la aurora boreal. Regresaban de un paseo por el monte hasta el pueblo en el que estaba la escuela. E. ya trabajaba. H. preparaba con él sus oposiciones. Aún no había llegado su momento más deseado; él aún no era maestro. Tampoco había llegado la República. Pero aquel resplandor en el cielo era una señal más clara que una vía láctea: era un futuro de esplendor, el camino hacia una vida nueva alejada de la miseria y del sufrimiento, hacia el amor a la vida, una celebración de color en el firmamento una indicación de redención para aquel rincón olvidado de la tierra un anuncio que nunca más se volvió a repetir porque a la luz que sobrevino años después a la efímera claridad que iluminó sus vidas por cinco años sucedió el gran trueno de la guerra y una oscuridad que, entonces no lo sabía, duraría cuarenta años. Nunca más podría contemplar auroras boreales en el cielo.

Y los ojos de la mujer parecían adivinar el miedo a las tinieblas en los ojos del fantasma, escrutando el fondo de su alma, excavando en ella con la mirada, y su mano querría representar algún gesto compasivo, pero una fuerza superior se lo impedía.

Esa misma fuerza es la que gobernaba sus vidas desde hacía más de un año, la fuerza del miedo, pero H. no renegaba de nada, clamaba a gritos silenciosos su inocencia, rememoraba desde su agujero su condición de víctima y querría no haber sido ningún héroe, pues sabía que sólo había cumplido con la obligación de todo maestro, cultivar a sus alumnos. En aquella escuela había niños que no tenían nada; él le facilitaba el material escolar. Día tras día, H. evaluaba con paciencia sus progresos, y encomendaba a los mayores la tutela de los más pequeños, para que todos aprendieran de todos, unos a leer y a escribir, otros a ser responsables y solidarios. Nadie quedaría rezagado en aquella escuela, aunque tarde o temprano la mayoría abandonaría el aula para ingresar de forma definitiva en la exigente vida de los adultos pobres. Al menos, saldrían de allí con recursos que nunca hubiesen soñado poseer: su dignidad como personas, su autoestima como pueblo sojuzgado.

Aquellos años breves habían sido un sueño en vida, un gran proyecto de liberación para una gente condenada a abandonar su hogar en busca de cualquier cosa distinta a su existencia cotidiana. Por eso H. no podía arrepentirse, y había terminado uniendo su destino individual, su vocación de maestro, al destino de aquel proyecto colectivo, en aquellos años de aprendizaje social y promesas de prosperidad.

Todo parecía ahora lejano: la esperanza de una derrota momentánea se iba esfumando con el paso de los meses se iba transformando en la certeza de un futuro sombrío impregnado de pasado del aroma del incienso y del hedor a cuartel del eco de las homilías de la amargura y la aspereza de la bruta realidad. Del regreso de todo aquello cuyo final había celebrado casi simultáneamente a su recién adquirida condición de maestro.

Mientras la mujer seguía al borde del camino, contemplándole como si fuese un espectro embadurnado en recuerdos, pensó en la jovialidad infatigable de T., que le condujo suavemente hacia los nuevos valores que, entonces pensaban, iban a desterrar del país, para siempre, el estigma de la resignación. Imaginó cómo habría vivido T. el aciago día en que despertaron del sueño. Él estaría allí, como lo había conocido seis años antes, acodado en la mesa del bar y ojeando El Socialista, leyendo en voz alta todas aquellas noticias que parecían provenir de otro mundo pero eran de éste. Allí mismo, donde había ejercido por primera vez la profesión a la que pensaba que iba a dedicar su vida, pensó que había llegado en el momento justo y al lugar apropiado. Quizás, si no hubiese conocido a T., nunca habría sabido que sus pasos ya no le pertenecían, que su trayectoria estaría ya unida para siempre a la de la República. Si no hubiese conocido a T., puede que ahora no tuviese que esconderse en un agujero, y mañana podría partir para la escuela como un día normal, como una jornada cualquiera, pero no se podía imaginar a sí mismo relegado de aquel proceso que parecía imparable. No podría entenderse a sí mismo. No sabría cómo transformar su afable método en un manual disciplinario. Y, sin embargo, sabía que era posible, porque C., a pesar de todo, aun habiendo sido sometida a examen y temporalmente suspendida, había logrado mantenerse a salvo de las fieras sin renunciar a su dignidad como maestra.

Pero para él ya era demasiado tarde: su nombre figuraba en una lista de la que tardaría treinta y siete años en ser borrado, aunque en este momento preciso, en el que una mujer le contemplaba desde el borde del camino, sólo le preocupaba sobrevivir; aunque la vida, de ahora en adelante, conllevase el dolor cotidiano de ver partir a C. todos los días hacia la escuela, mientras él tendría que buscar y encontrar cualquier otro trabajo; aunque la vida futura estuviese lastrada por la injusta carga de no poder ejercer su vocación.

Todo eso estaba dispuesto a padecer con tal de poder volver a ver a C, de achuchar a su hijo una y mil veces más, de concebir a otros niños que, a su vez, le darían nietos, con tal de refundar una familia y poder vivir en paz y sin la angustia que le carcomía desde hacía más de un año; en resumen, con tal de que aquella mujer no le delatase, pero ningún sonido articulado salía de su boca, por el miedo y porque nunca es fácil decir lo que nunca se querría decir, nunca brotan con fluidez las palabras que nadie desearía pronunciar.

Sólo cuando ella hizo un primer gesto de querer continuar su marcha por el camino, cuando desvió por primera vez su mirada del fantasma retornado, H. fue capaz de hablar, sólo usted sabe que estoy aquí, dijo, si me descubren será porque usted se lo ha dicho, y esperó en el silencio de la noche, mientras la luna volvía a asomar por detrás de una nube pasajera, a que ella contestase.

Ella no dijo nada entonces, bajó la vista y continuó su camino, mientras H. escuchaba el sonido atenuado de sus pasos alejándose, aunque permaneció en aquella pose un largo rato más como queriendo disfrutar del aire fresco puro y silencioso que le brindaba aquella noche de primavera como queriendo volar hasta el otro lado de la montaña para reunirse con su familia y fundirse en un último abrazo antes de partir de nuevo a América o de algo peor.

Ella no dijo nada nunca. Meses después, pasada la fiebre homicida del primer momento, y cuando ya nadie esperaba un giro en los acontecimientos que abrasaban el país, H. se entregó, voluntariamente, y fue juzgado y condenado por adhesión a la rebelión, pero esto es la historia del futuro.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muito bom.
Por momentos, fai-me lembrar algum relato de "Arraianos" do Ferrín.

Anónimo dijo...

Muito bom.
Por momentos, fai-me lembrar algum relato de "Arraianos" do Ferrín.

Anónimo dijo...

Hola Barón, ya veo que tu blog sigue viento en popa! Saludos desde un reino lejano. A veces tomo un vino y me acuerdo de ti. Alma

Mediopelo dijo...

Igor: gracias polo cumprido. Non tenho enhes no teclado, non é que me volvese reintegrata (magoa...)
Alma mìa: eu tamèn me lembro de ti cando tomo un vinho; ou sen tomalo...